“En
el juego ella había sido mala, había desobedecido. Y ahora sería castigada”.
La columna era alta, de
unos tres metros. Sencilla, de piedra color crema y tacto rugoso. Nada de mármol pulido, nada de
lujosas betas “salmón” y ocre. Una simple columna, el único adorno que había en
el centro de aquella sala oscura, fría.
Arriba
del todo, esta columna tenía una argolla metálica por la que pasaban dos
cuerdas trenzadas que se sujetaban al suelo. Bajaban tensas, a un par de
centímetros de la columna y terminaban amarrando las muñecas de ella. Bien
tensas. Elevando sus brazos por encima de su cabeza.
Los
pasos de él resonaban pacientes por el suelo de madera. Se acercaba despacio,
observando su cuerpo, su pelo corto y rubio. Su espalda recta, su culo bien
proporcionado y esas piernas largas, estilizadas por los tacones negros que
llevaba.
Se
paró a un metro de ella. Llevaba una vara de bambú con la que dio unos
golpecitos sobre sus vaqueros. Era fina, y aunque la agitaba suave, ya cortaba
el aire. Pero ella no podía oírle.
Terminó
de recorrer la distancia que les separaba. No esperó más y hundió la mano
derecha entre sus nalgas, buscando su ya empapado sexo. Sonrió mientras metía
un dedo en su interior, notando como ella se estremecía.
No
podía oírle porque él le colocó unos tapones. No podía verle porque él vendó
sus ojos con un paño negro. Así, privada de la vista y el oído, su sentido del
tacto se agudizaba hasta el extremo, por lo que cada caricia que él le daba la sentía multiplicada por diez.
Cómo
movía el dedo dentro de ella, cómo jugueteaba, cómo chapoteaba. Cómo
enloquecían.
Aunque
ella tampoco podía gemir muy alto, ya que en su boca tenía una bola de mordaza.
La saliva goteaba por su cuello en finos y brillantes hilillos, mojando su
torso y sus pechos con una miel transparente que él encontraba extremadamente
morbosa.
Sacó
su dedo de su sexo a pesar de los ahogados gemidos de protesta por parte de
ella. Con la misma mano recorrió su pecho, untando su dedo con esta rica miel y
frotando sus pezones con cierta fuerza. Llevó después ese dedo a sus propios
labios y probó los jugos y la saliva, relamiéndose. Ella no podía verle ni
oírle, pero sabía lo que estaba haciendo. Y eso hacía que se mojara aún más.
Hora
de empezar a jugar.
Él
volvió a frotar sus pezones, pasando los dedos sobre ellos, excitándolos y
endureciéndolos. La saliva facilitaba el trabajo. Los pellizcó y los estiró,
suave primero, más fuerte después. Aquello prometía, ella jadeaba.
Tomó
dos pinzas metálicas con las puntas forradas en silicona y trató de pellizcar
sus pezones con ellas. Ese sería el primer castigo. Pero falló, y la pinza se
escapó, provocándole cierto grado de dolor. Volvió a intentarlo y volvió a
fallar, lo estaba haciendo a propósito y cada vez que la pinza se escapaba ella
sentía esa descarga eléctrica es su pezón, en forma de dolor. Tensó sus brazos
inconscientemente y la cuerda trenzada se tensó alrededor de las muñecas, apretándolas
aún más. Dulce dolor.
“Cabrón.”
Pensaba ella, aunque sonreiría y ronronearía si pudiera.
Resopló
cuando él pinzó por fin sus ya doloridos pezones. La sensación, mezcla de dolor
y placer, era horriblemente excitante. Y solo había empezado.
Él
desató la cuerda del suelo, haciendo que bajara los brazos despacio, aunque no
la liberó, solamente le dio unos cuarenta centímetros de margen, volviendo a
atar la cuerda a la argolla del suelo. Ella sintió alivio en los brazos, gimió,
y otro hilillo de saliva cayó sobre sus pechos.
Volvió
a acercarse a ella. Con la mano derecha comenzó a recorrer su piel. Recorría
sus piernas perfectas, apretaba sus nalgas, se mordía el labio inferior
mientras recorría ese cuerpo de diosa, sin mácula ni marca. No le gustaban las
marcas permanentes, los tatuajes… Era su lienzo y le gustaba tenerlo así,
limpio de cualquier impureza. Se pegó a ella y besó su cuello mientras amasaba
sus pechos, cubiertos de su miel y pinzados en sus pezones. La pegó a la rugosa
y fría columna, oprimiéndola, mostrando de esa manera su dominio. Ella gemía,
gemía muy excitada, sintiendo como sus pezones batían al ritmo de su corazón,
como su empapado sexo.
—Eres
mía. Me perteneces —susurró mientras sus dedos apretaban ligeramente su cuello,
reduciendo la cantidad de aire que ella respiraba y provocándole la enésima
oleada de placer. Claro que le pertenecía, en ese instante era completamente
suya. La saliva que brotaba de su boca, sus gemidos ahogados, las marcas en las
muñecas que estaba dejando la cuerda trenzada, el temblor de piernas cuando le
escuchó susurrar. Todo suyo. Toda suya.
Se
retiró y ella protestó, más enseguida sintió la vara de bambú dar pequeños
golpecitos en su vientre. Hubiese sonreído lasciva, le hubiese mirado
relamiéndose los labios si hubiese podido, pues sabía lo que quería. Para eso
le había dado más cuerda.
Se
separó de la columna un par de pasos, abrió a medias sus piernas y se inclinó
hacia abajo, arqueando su espalda y volviéndose a apoyar en la ya tensa cuerda.
Ahora su cuerpo formaba casi una “L”.
Él
tomó más cuerda, inclinándose detrás de ella. Saboreó sus labios, relamiéndose,
cuando contempló su sexo empapado, pidiendo a gritos su miembro. Pero no, aún era
pronto. Enrolló la cuerda alrededor de su muslo, formando un nudo y apretándolo
con cierta fuerza, haciendo lo mismo en el otro muslo y atándolos entre sí con
doble cuerda. El objetivo era marcar la piel con la cuerda justo a la altura
donde solían colocarse los ligueros. Quería ver esa marca, le enloquecía la
ropa interior pero le enloquecía aún más dejar esas marcas perfectas y efímeras
en el cuerpo de su sumisa. En esa sesión haría de su cuerpo su lienzo, dejando
su marca volátil en cada nudo, en cada azote…
Se
puso en pie, no sin antes dejar un buen lametazo en su coño, a lo que ella
respondió con un gemido bastante fuerte. Como cada acción de él era una
sorpresa que no veía venir, le causaba mil veces más placer.
Tampoco
vio venir como él se levantó y tomó una nueva herramienta de “castigo” entre
sus manos. Sonrió lascivo.
Ella
gimió cuando sintió una espuela ir clavándose en su espalda lentamente. Él
sostenía con firmeza el mango metálico, mientras la rueda con púas iba girando
sobre su cuerpo, dejando pequeñas marcas en su piel. Iba despacio, ella ahogaba
grititos en su garganta. La espuela se coló por su costado y esto le provocó
cosquillas. No reprimió la risa. La refrescante risa.
Él
continuó, sonriendo, y se agachó para recorrer con la espuela su vientre,
Apretaba aún más, con lo que las púas dejaban más marca en su piel, era un
recorrido de pequeños pinchazos de dolor que instantáneamente se convertían en
placer. El bulto de su miembro bajo los vaqueros ya no disimulaba para nada su
erección.
La
respiración de ella era cada vez más agitada. Paró esa pequeña tortura cuando
recorrió sus pechos, rodeándolos primero y cruzándolos muy cerca de sus pinzas.
Aquello sí que era excitante para ambos. Su saliva mojaba ahora el suelo de
madera.
Se
retiró, dejando la espuela a un lado, escuchando sus gemidos ahogados. Ella
sintió como su vello se erizaba.
Gimió
de nuevo, y el volvió a morderse el labio, acariciando otra vez su culo y
ascendiendo hasta sus senos para empaparse la mano de su saliva, la cual untó
en ambas nalgas.
Ahora
sí que ambos corazones latían deprisa. El de ella, mezcla de excitación,
nerviosismo y miedo ante lo que iba a pasar. ¿Confiaba tanto en él para estar
así de expuesta y entregada?
Sí.
Él
respiraba agitado, excitado, mientras paseaba la vara de bambú en su culo,
frotando su piel de izquierda a derecha y viceversa. Pero… ¿estaba seguro de lo
que iba a hacer? No había posibilidad para ella de advertirle nada, estaba a su
completa merced. ¿Estaría a la altura?
Sí.
Tomó
aire. El primer azote la pilló desprevenida. Uff, empezaba fuerte. Hizo que
diera un respingo y soltara un quejido de dolor. No había tiempo, enseguida
dejó otro azote que la marcó al rojo en su culo.
“Más,
dame más.” Pensaba cuando recibió el tercero. Este enrojeció sus ojos,
contoneaba las piernas sin atreverse a juntarlas y se perdía en un mar de dolor
y placer, ahogando gemidos cada vez más fuertes, deseando sentir más.
Otro
azote.
Él
estaba completamente excitado, recreándose en la obra de arte que estaba
logrando pintar en su culo, atravesándolo con marcas rojas y ligeramente
amoratadas. Y ella se perdía en su mundo carente de visión y sonido. Solo se
escuchaba gemir a sí misma, sentía los azotes como intensos y efímeros destellos
que desaparecían, dejando paso a un instante de dolor y a un momento infinito
de placer.
Se
sorprendió cuando se arqueó, mostrándose más para él, reclamándole que
siguiera, que la castigara. Pero no hubo nada.
Sentía
su culo arder, sentía cada azote que él había dejado en su piel como si fuera
fuego, pero lo que verdaderamente le dolía era su repentina ausencia.
“No
me dejes así, cabrón.”
Tarde.
Aunque ella no podía ver ni oír nada, si podía sentir. Y vaya si sintió. Notó
como él hurgaba de nuevo en su sexo, separando sus labios. Oh, dios, ¿iba a
masturbarla? No, peor aún. Le introdujo un huevo vibrador, uno de esos en los
que el otro miembro de la pareja controla un mando que lo hace vibrar a
voluntad.
“No,
por favor, esto no. No me hagas esto, hijo de puta.”
Se
apartó de nuevo, recreándose en el temblor de su sumisa. Tomó de nuevo la vara
y recorrió su espina dorsal con su punta. Ella respiraba agitada. Su sexo
palpitaba, sentía placer, dolor e impotencia. Quería desfogarse, gritar, morder
su cuerpo, dejar que él la follara o cabalgarle mientras arañaba su pecho. Y en
lugar de eso allí estaba: ciega, sorda y expuesta a sus caprichos de sádico.
No
pudo pensar más, sintió de nuevo un azote quemar su culo, arrancarle un
quejido, y casi instantáneamente, activó el huevo haciendo que vibrara en su
interior.
Aquello
iba a ser demasiado.
Mientras
el huevo vibraba, iba dejando pequeños golpecitos con su vara en los muslos,
justo debajo de la cuerda. Eran suaves, aunque con la suficiente fuerza como
para enrojecer su piel.
“¿Quieres
hacerme unas medias rojas?” Pensó, pero enseguida gimió de nuevo cuando él
aumentó la velocidad del huevo unos segundos, justo antes de dejar otro fuerte
azote en sus nalgas y parar la vibración. Chillaba, se removía, se convulsionaba.
Otro
azote más y de nuevo el huevo reanudó su marcha. Él sabía lo que estaba
haciendo, la llevaría varias veces casi al borde del orgasmo para luego parar.
Aumentó la velocidad de la vibración, coloreando sus muslos a base de pequeños
y rápidos golpes de bambú hasta que la notaba casi a punto, entonces azotaba y
paraba de nuevo, haciendo que ella le maldijera y a la vez le adorara.
Una
vez más, y otra, y otra más. No, ella ya no podía seguir así, negaba,
sollozaba, dejaba caer ahora bastante más saliva que antes y de sus ojos,
enrojecidos y tapados, brotaban lágrimas de frustración.
“Para
ya. Fóllame ya.”
¿Pero
que iba a decir si estaba con la mordaza en la boca? Solo se le entendían leves
sonidos guturales.
De
nuevo el ritual: el vibrador a máxima potencia mientras sus muslos, ya
enrojecidos, recibían las atenciones del bambú. Y justo cuando estaba a punto
de explotar, otro azote que cortaba el orgasmo haciéndola bajar de la nube del
placer.
Solo
que esta vez, fue diferente. No recibió azote, ni puso en marcha en vibrador.
El lugar de eso, él lo sacó de su sexo, hundiendo su miembro duro en ella casi
al instante y penetrándola de golpe.
Los
ojos, bajo la venda, se le abrieron como platos y sintió que se perdía en su
propio mundo de placer mientras él se la follaba salvajemente.
Las
cuerdas se tensaban, sus piernas flaqueaban tanto que amenazaba con dejarse
caer, pero él la sujetó con firmeza por las caderas y continuó con las
embestidas.
Ella
no aguantó más y explotó en el orgasmo más intenso que recordaba,
abandonándose, desfogando todo lo que había acumulado. Solo pudo sentir como él
se vaciaba en su interior en una última embestida y la pegaba a su cuerpo.
Estaba desnudo, el muy cabrón se había desnudado entre azote y azote.
Y
ambos sudaban, mientras sus cuerpos permanecían pegados, agotando las últimas
bocanadas de aquel orgasmo brutal.
_________________________
—Déjame
fotografiarte. Estás irresistible con esas marcas.
Diez
minutos después, él estaba tumbado en una cama mientras ella le mostraba su
cuerpo a los pies de ésta, totalmente desnuda. Tras ella, la columna. Las
cuerdas habían dejado marcas en sus muñecas y en sus muslos, a modo de
brazaletes y ligueros. La piel de dichos muslos seguía enrojecida hasta poco
más arriba de las rodillas, y su culo era un lienzo atravesado de marcas granates
y amoratadas. La habitación, antes oscura, ahora estaba iluminada. Era un ático
de techos altos, pequeño, con la columna al fondo y la cama, junto a la cómoda,
frente a esta.
—Eres
un pervertido. —Ella se giró de medio lado, examinando su piel. Le dedicó una
mirada de enfado fingido mientras él ajustaba la cámara—. Estas marcas tardarán
en irse. Y me escuecen. Me has puesto a mil.
Sonrió
traviesa. Sus ojos verdes oscuros, llenos de picardía, se posaron en los de él.
Era una mujer realmente hermosa, lasciva, juguetona…
—Te
pondré crema.
—Y
saliva.
—Te
pondré saliva y crema, pero déjame sacarte unas fotos.
Ella
entornó los ojos, asintiendo.
—Vale,
pero no me saques la cara.
—No
lo haré. Tu cara es solo para mí. —Sonrió lascivo, enfocándola—. Pero acércate a
la columna.
Ella
caminó despacio, contoneándose como antes no lo había podido hacer y caminando
de puntillas ahora que no llevaba tacones. Se volvió triunfal hacia él, justo cuando
se paró ante la columna. La acarició, arqueándose de nuevo. Rozó la fría piedra
con la punta de su lengua, arrancándole una sonrisa de placer.
—Sabía
que esa columna iba a darnos juego.
“Clic”