La Columna

Posted by Francisco Hergueta On 21:38 0 comentarios

“En el juego ella había sido mala, había desobedecido. Y ahora sería castigada”.

La columna era alta, de unos tres metros. Sencilla, de piedra color crema y  tacto rugoso. Nada de mármol pulido, nada de lujosas betas “salmón” y ocre. Una simple columna, el único adorno que había en el centro de aquella sala oscura, fría.
Arriba del todo, esta columna tenía una argolla metálica por la que pasaban dos cuerdas trenzadas que se sujetaban al suelo. Bajaban tensas, a un par de centímetros de la columna y terminaban amarrando las muñecas de ella. Bien tensas. Elevando sus brazos por encima de su cabeza.
Los pasos de él resonaban pacientes por el suelo de madera. Se acercaba despacio, observando su cuerpo, su pelo corto y rubio. Su espalda recta, su culo bien proporcionado y esas piernas largas, estilizadas por los tacones negros que llevaba.
Se paró a un metro de ella. Llevaba una vara de bambú con la que dio unos golpecitos sobre sus vaqueros. Era fina, y aunque la agitaba suave, ya cortaba el aire. Pero ella no podía oírle.
Terminó de recorrer la distancia que les separaba. No esperó más y hundió la mano derecha entre sus nalgas, buscando su ya empapado sexo. Sonrió mientras metía un dedo en su interior, notando como ella se estremecía.
No podía oírle porque él le colocó unos tapones. No podía verle porque él vendó sus ojos con un paño negro. Así, privada de la vista y el oído, su sentido del tacto se agudizaba hasta el extremo, por lo que cada caricia que él le daba  la sentía multiplicada por diez.
Cómo movía el dedo dentro de ella, cómo jugueteaba, cómo chapoteaba. Cómo enloquecían.
Aunque ella tampoco podía gemir muy alto, ya que en su boca tenía una bola de mordaza. La saliva goteaba por su cuello en finos y brillantes hilillos, mojando su torso y sus pechos con una miel transparente que él encontraba extremadamente morbosa.
Sacó su dedo de su sexo a pesar de los ahogados gemidos de protesta por parte de ella. Con la misma mano recorrió su pecho, untando su dedo con esta rica miel y frotando sus pezones con cierta fuerza. Llevó después ese dedo a sus propios labios y probó los jugos y la saliva, relamiéndose. Ella no podía verle ni oírle, pero sabía lo que estaba haciendo. Y eso hacía que se mojara aún más.

Hora de empezar a jugar.

Él volvió a frotar sus pezones, pasando los dedos sobre ellos, excitándolos y endureciéndolos. La saliva facilitaba el trabajo. Los pellizcó y los estiró, suave primero, más fuerte después. Aquello prometía, ella jadeaba.
Tomó dos pinzas metálicas con las puntas forradas en silicona y trató de pellizcar sus pezones con ellas. Ese sería el primer castigo. Pero falló, y la pinza se escapó, provocándole cierto grado de dolor. Volvió a intentarlo y volvió a fallar, lo estaba haciendo a propósito y cada vez que la pinza se escapaba ella sentía esa descarga eléctrica es su pezón, en forma de dolor. Tensó sus brazos inconscientemente y la cuerda trenzada se tensó alrededor de las muñecas, apretándolas aún más. Dulce dolor.
“Cabrón.” Pensaba ella, aunque sonreiría y ronronearía si pudiera.
Resopló cuando él pinzó por fin sus ya doloridos pezones. La sensación, mezcla de dolor y placer, era horriblemente excitante. Y solo había empezado.
Él desató la cuerda del suelo, haciendo que bajara los brazos despacio, aunque no la liberó, solamente le dio unos cuarenta centímetros de margen, volviendo a atar la cuerda a la argolla del suelo. Ella sintió alivio en los brazos, gimió, y otro hilillo de saliva cayó sobre sus pechos.
Volvió a acercarse a ella. Con la mano derecha comenzó a recorrer su piel. Recorría sus piernas perfectas, apretaba sus nalgas, se mordía el labio inferior mientras recorría ese cuerpo de diosa, sin mácula ni marca. No le gustaban las marcas permanentes, los tatuajes… Era su lienzo y le gustaba tenerlo así, limpio de cualquier impureza. Se pegó a ella y besó su cuello mientras amasaba sus pechos, cubiertos de su miel y pinzados en sus pezones. La pegó a la rugosa y fría columna, oprimiéndola, mostrando de esa manera su dominio. Ella gemía, gemía muy excitada, sintiendo como sus pezones batían al ritmo de su corazón, como su empapado sexo.
—Eres mía. Me perteneces —susurró mientras sus dedos apretaban ligeramente su cuello, reduciendo la cantidad de aire que ella respiraba y provocándole la enésima oleada de placer. Claro que le pertenecía, en ese instante era completamente suya. La saliva que brotaba de su boca, sus gemidos ahogados, las marcas en las muñecas que estaba dejando la cuerda trenzada, el temblor de piernas cuando le escuchó susurrar. Todo suyo. Toda suya.
Se retiró y ella protestó, más enseguida sintió la vara de bambú dar pequeños golpecitos en su vientre. Hubiese sonreído lasciva, le hubiese mirado relamiéndose los labios si hubiese podido, pues sabía lo que quería. Para eso le había dado más cuerda.
Se separó de la columna un par de pasos, abrió a medias sus piernas y se inclinó hacia abajo, arqueando su espalda y volviéndose a apoyar en la ya tensa cuerda. Ahora su cuerpo formaba casi una “L”.
Él tomó más cuerda, inclinándose detrás de ella. Saboreó sus labios, relamiéndose, cuando contempló su sexo empapado, pidiendo a gritos su miembro. Pero no, aún era pronto. Enrolló la cuerda alrededor de su muslo, formando un nudo y apretándolo con cierta fuerza, haciendo lo mismo en el otro muslo y atándolos entre sí con doble cuerda. El objetivo era marcar la piel con la cuerda justo a la altura donde solían colocarse los ligueros. Quería ver esa marca, le enloquecía la ropa interior pero le enloquecía aún más dejar esas marcas perfectas y efímeras en el cuerpo de su sumisa. En esa sesión haría de su cuerpo su lienzo, dejando su marca volátil en cada nudo, en cada azote…
Se puso en pie, no sin antes dejar un buen lametazo en su coño, a lo que ella respondió con un gemido bastante fuerte. Como cada acción de él era una sorpresa que no veía venir, le causaba mil veces más placer.
Tampoco vio venir como él se levantó y tomó una nueva herramienta de “castigo” entre sus manos. Sonrió lascivo.
Ella gimió cuando sintió una espuela ir clavándose en su espalda lentamente. Él sostenía con firmeza el mango metálico, mientras la rueda con púas iba girando sobre su cuerpo, dejando pequeñas marcas en su piel. Iba despacio, ella ahogaba grititos en su garganta. La espuela se coló por su costado y esto le provocó cosquillas. No reprimió la risa. La refrescante risa.
Él continuó, sonriendo, y se agachó para recorrer con la espuela su vientre, Apretaba aún más, con lo que las púas dejaban más marca en su piel, era un recorrido de pequeños pinchazos de dolor que instantáneamente se convertían en placer. El bulto de su miembro bajo los vaqueros ya no disimulaba para nada su erección.
La respiración de ella era cada vez más agitada. Paró esa pequeña tortura cuando recorrió sus pechos, rodeándolos primero y cruzándolos muy cerca de sus pinzas. Aquello sí que era excitante para ambos. Su saliva mojaba ahora el suelo de madera.
Se retiró, dejando la espuela a un lado, escuchando sus gemidos ahogados. Ella sintió como su vello se erizaba.
Gimió de nuevo, y el volvió a morderse el labio, acariciando otra vez su culo y ascendiendo hasta sus senos para empaparse la mano de su saliva, la cual untó en ambas nalgas.
Ahora sí que ambos corazones latían deprisa. El de ella, mezcla de excitación, nerviosismo y miedo ante lo que iba a pasar. ¿Confiaba tanto en él para estar así de expuesta y entregada?
Sí.
Él respiraba agitado, excitado, mientras paseaba la vara de bambú en su culo, frotando su piel de izquierda a derecha y viceversa. Pero… ¿estaba seguro de lo que iba a hacer? No había posibilidad para ella de advertirle nada, estaba a su completa merced. ¿Estaría a la altura?
Sí.
Tomó aire. El primer azote la pilló desprevenida. Uff, empezaba fuerte. Hizo que diera un respingo y soltara un quejido de dolor. No había tiempo, enseguida dejó otro azote que la marcó al rojo en su culo.
“Más, dame más.” Pensaba cuando recibió el tercero. Este enrojeció sus ojos, contoneaba las piernas sin atreverse a juntarlas y se perdía en un mar de dolor y placer, ahogando gemidos cada vez más fuertes, deseando sentir más.
Otro azote.
Él estaba completamente excitado, recreándose en la obra de arte que estaba logrando pintar en su culo, atravesándolo con marcas rojas y ligeramente amoratadas. Y ella se perdía en su mundo carente de visión y sonido. Solo se escuchaba gemir a sí misma, sentía los azotes como intensos y efímeros destellos que desaparecían, dejando paso a un instante de dolor y a un momento infinito de placer.
Se sorprendió cuando se arqueó, mostrándose más para él, reclamándole que siguiera, que la castigara. Pero no hubo nada.
Sentía su culo arder, sentía cada azote que él había dejado en su piel como si fuera fuego, pero lo que verdaderamente le dolía era su repentina ausencia.
“No me dejes así, cabrón.”
Tarde. Aunque ella no podía ver ni oír nada, si podía sentir. Y vaya si sintió. Notó como él hurgaba de nuevo en su sexo, separando sus labios. Oh, dios, ¿iba a masturbarla? No, peor aún. Le introdujo un huevo vibrador, uno de esos en los que el otro miembro de la pareja controla un mando que lo hace vibrar a voluntad.
“No, por favor, esto no. No me hagas esto, hijo de puta.”
Se apartó de nuevo, recreándose en el temblor de su sumisa. Tomó de nuevo la vara y recorrió su espina dorsal con su punta. Ella respiraba agitada. Su sexo palpitaba, sentía placer, dolor e impotencia. Quería desfogarse, gritar, morder su cuerpo, dejar que él la follara o cabalgarle mientras arañaba su pecho. Y en lugar de eso allí estaba: ciega, sorda y expuesta a sus caprichos de sádico.
No pudo pensar más, sintió de nuevo un azote quemar su culo, arrancarle un quejido, y casi instantáneamente, activó el huevo haciendo que vibrara en su interior.
Aquello iba a ser demasiado.
Mientras el huevo vibraba, iba dejando pequeños golpecitos con su vara en los muslos, justo debajo de la cuerda. Eran suaves, aunque con la suficiente fuerza como para enrojecer su piel.
“¿Quieres hacerme unas medias rojas?” Pensó, pero enseguida gimió de nuevo cuando él aumentó la velocidad del huevo unos segundos, justo antes de dejar otro fuerte azote en sus nalgas y parar la vibración. Chillaba, se removía, se convulsionaba.
Otro azote más y de nuevo el huevo reanudó su marcha. Él sabía lo que estaba haciendo, la llevaría varias veces casi al borde del orgasmo para luego parar. Aumentó la velocidad de la vibración, coloreando sus muslos a base de pequeños y rápidos golpes de bambú hasta que la notaba casi a punto, entonces azotaba y paraba de nuevo, haciendo que ella le maldijera y a la vez le adorara.
Una vez más, y otra, y otra más. No, ella ya no podía seguir así, negaba, sollozaba, dejaba caer ahora bastante más saliva que antes y de sus ojos, enrojecidos y tapados, brotaban lágrimas de frustración.
“Para ya. Fóllame ya.”
¿Pero que iba a decir si estaba con la mordaza en la boca? Solo se le entendían leves sonidos guturales.
De nuevo el ritual: el vibrador a máxima potencia mientras sus muslos, ya enrojecidos, recibían las atenciones del bambú. Y justo cuando estaba a punto de explotar, otro azote que cortaba el orgasmo haciéndola bajar de la nube del placer.
Solo que esta vez, fue diferente. No recibió azote, ni puso en marcha en vibrador. El lugar de eso, él lo sacó de su sexo, hundiendo su miembro duro en ella casi al instante y penetrándola de golpe.
Los ojos, bajo la venda, se le abrieron como platos y sintió que se perdía en su propio mundo de placer mientras él se la follaba salvajemente.
Las cuerdas se tensaban, sus piernas flaqueaban tanto que amenazaba con dejarse caer, pero él la sujetó con firmeza por las caderas y continuó con las embestidas.
Ella no aguantó más y explotó en el orgasmo más intenso que recordaba, abandonándose, desfogando todo lo que había acumulado. Solo pudo sentir como él se vaciaba en su interior en una última embestida y la pegaba a su cuerpo. Estaba desnudo, el muy cabrón se había desnudado entre azote y azote.
Y ambos sudaban, mientras sus cuerpos permanecían pegados, agotando las últimas bocanadas de aquel orgasmo brutal.

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—Déjame fotografiarte. Estás irresistible con esas marcas.
Diez minutos después, él estaba tumbado en una cama mientras ella le mostraba su cuerpo a los pies de ésta, totalmente desnuda. Tras ella, la columna. Las cuerdas habían dejado marcas en sus muñecas y en sus muslos, a modo de brazaletes y ligueros. La piel de dichos muslos seguía enrojecida hasta poco más arriba de las rodillas, y su culo era un lienzo atravesado de marcas granates y amoratadas. La habitación, antes oscura, ahora estaba iluminada. Era un ático de techos altos, pequeño, con la columna al fondo y la cama, junto a la cómoda, frente a esta.
—Eres un pervertido. —Ella se giró de medio lado, examinando su piel. Le dedicó una mirada de enfado fingido mientras él ajustaba la cámara—. Estas marcas tardarán en irse. Y me escuecen. Me has puesto a mil.
Sonrió traviesa. Sus ojos verdes oscuros, llenos de picardía, se posaron en los de él. Era una mujer realmente hermosa, lasciva, juguetona…
—Te pondré crema.
—Y saliva.
—Te pondré saliva y crema, pero déjame sacarte unas fotos.
Ella entornó los ojos, asintiendo.
—Vale, pero no me saques la cara.
—No lo haré. Tu cara es solo para mí.  —Sonrió lascivo, enfocándola—. Pero acércate a la columna.
Ella caminó despacio, contoneándose como antes no lo había podido hacer y caminando de puntillas ahora que no llevaba tacones. Se volvió triunfal hacia él, justo cuando se paró ante la columna. La acarició, arqueándose de nuevo. Rozó la fría piedra con la punta de su lengua, arrancándole una sonrisa de placer.
—Sabía que esa columna iba a darnos juego.

“Clic”

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