Tu boca

Posted by Francisco Hergueta On 22:29 0 comentarios

Es tu boca.

     La forma en que tensas los labios y perfilas tu cara. Tu mirada lobuna, negra, cuando entrecierras los ojos.
Tu boca de sonrisa fina, traviesa. Boca entreabierta que exhala gemidos.
Hablas sin palabras, vences. Rindes sin condiciones con el rubor rubí que muerdes.
Son tus ojos. Son tus labios.


Es tu boca. 

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Habitación 313

Posted by Francisco Hergueta On 10:52 1 comentarios


Podría ser la de un motel de carretera, la de un lujoso hotel céntrico o quizá la más sucia habitación de algún hostal perdido…
Podría ser verano, invierno, día, noche…
Y podría estar en cualquier lugar...
Pero era esa habitación, ese momento. En esa ciudad.
Tal vez ellos podrían culpar a las circunstancias de haber acabado allí, a un torbellino de casualidades que les habría arrastrado irremediablemente hasta esa habitación, pero los dos sabían que solo las decisiones tomadas por ambos tenían la culpa. ¿Y que mas daba?
                            
Fue ella quien entró en último lugar, cerrando la puerta que la esperaba entreabierta. Recorrió el corto pasillo, mirando de reojo a su izquierda. Allí estaba el baño, con una magnífica ducha que le dio unas cuantas ideas para pasar ese rato. Entró en la parte principal del dormitorio y lo recorrió con la mirada fugazmente: estancia amplia, con un pequeño mueble bar donde estaba la tele, grandes ventanales con las cortinas cerradas, dos mesitas… Pero enseguida fijó la vista en la cama, donde le esperaba él, tumbado de medio lado y completamente vestido. Eso le extrañó; entrecerró los ojos, preguntándole sin hablar.
—Ven. Túmbate —la voz de él surcó el aire en un susurro. Por su sonrisa pícara y su mirada lasciva, ella sabía que algo tenía preparado. Algún juego perverso, alguna maldad. Avanzó hasta la cama y se sentó a los pies, dándole la espalda y tomándose su tiempo mientras se descalzaba. Quería hacerle esperar y sufrir a partes iguales.
Dejó caer ambas botas al suelo y volvió a ponerse en pie. Miró la mesita de noche, donde descansaba una tableta de chocolate abierta y un calentador de porcelana que se usan para ambientar, con una vela encendida debajo.
—Mmmm, ¿chocolate? —preguntó ella con picardía, tumbándose de medio lado y mirándole. Pero el negó, y la colocó boca arriba, rodeando su vientre con su brazo izquierdo.
—El chocolate para después —hizo una pausa, acercándose más a ella—. Bienvenida.
Y alzó el rostro para besar sus labios. Ella siguió el beso rodeando con los suyos el cuello de él para atraerlo más. Ambas lenguas se entrelazaron con deseo y urgencias, ansiosas la una de la otra. La mano izquierda de él descendía como una serpiente por su vientre hasta llegar a sus vaqueros, los cuales desabrochó y bajó su cremallera. Aquella situación comenzaba a arder nada más empezar.
Ella comenzó a jadear, primero lento pero cada vez más intensamente a medida que el deslizaba los dedos entre sus braguitas, llegando a la vulva. Para colmo se entretenía en besar su cuello, en lamerlo muy sutilmente, dejando besos sonoros y cortos. Él movía los dedos en su sexo, notando cada vez más como se empapaba su entrepierna y como se removía inquieta en la cama.
—Shhh, solo déjame hacer.
—Joder, vas a matarme. Creí que ¡ahhh! —Gimió de nuevo, muy excitada—. ¡Creí que jugaríamos primero!
Él sonrió, mordiendo su oreja y aumentando la estimulación en su clítoris. Ella jadeaba cada vez más excitada, pues él sabía perfectamente lo que estaba haciendo. Si eso era el principio, el juego previo… ¿Qué vendría después? Decidió no pensar, dejar su mente en blanco y que el placer la inundara.
Él seguía besando su cuello y moviendo sus dedos de manera acompasada. A pesar de estar los dos vestidos, de no haberse abrazado ni siquiera, aquella situación les estaba volviendo locos de deseo, les daba aún más ganas de tenerse de las que ya arrastraban desde hace tiempo.
—Vas a hacer que me corra.
En ese instante introdujo su dedo en su interior, sonriendo con malicia. Ella dejó escapar un grito de placer.
—Es lo que intento —le susurró como respuesta y, ahora sí, sus dedos comenzaron a moverse frenéticamente, estimulando su clítoris e introduciéndose en ella alternativamente. Los movía en perfectos círculos, o arriba y abajo, o dentro y fuera, mientras ella se perdía en su mundo de placer, dejándose hacer. Su vello estaba erizado debido a las caricias de él en su cuello. Con su lengua.
No aguantaría mucho más así. Gritó, jadeó… incluso lo miró con cierta fiereza, maldiciéndole por lo que le estaba haciendo.
Hasta que se corrió. Su cuerpo se tensó, convulsionándose y gritando con fuerza su nombre. Se mordió el labio inferior hasta marcárselo y abrió mucho los ojos, mirándole. El dejó el dedo en su interior mientras clavaba su vista en ella. Se había corrido.
Sacó sus dedos de su sexo muy despacio y los llevó hasta su boca, haciendo que ella probara sus propios jugos con lascivia. Los lamió, mirándole y provocándole.
—Uno a cero —sonrió, mirando su cuerpo aún prisionero del deseo. Ella entrecerró los ojos. ¿Era una guerra de orgasmos? Nunca habría imaginado una guerra de orgasmos. No le gustaban las guerras, hasta ese instante.
—Ahora sí, desnúdate —le pidió, sacándola de su ensimismamiento mientras le dejaba espacio en la cama. Eso la irritaba, esa paciencia casi eterna que parecía tener. Una parte de su ser hubiese deseado que la hubiese empotrado contra la pared nada más entrar en la habitación, que la hubiese devorado. Pero otra parte de ella, mucho más profunda y oscura, le deseaba justo así. Paciente, pervertido.
Ambos se desnudaron. Él estaba excitado y no se molestaba en ocultarlo. Dejó que ella se tumbase primero para poder tumbarse sobre su cuerpo, tomando el chocolate ya caliente y a medio derretir del quemador.
—Vas a volverme loca. Eres como un témpano de hielo que arde.
            Él sonrió, untando un poco de chocolate caliente sobre sus labios y lamiéndolos después para limpiarlos. Ambos gimieron ante el contacto, así que repitió la operación de nuevo, solo que esta vez la besó apasionadamente.
Ella rodeó su nuca con sus manos, atrayéndole más. Necesitaba ese beso, un beso cargado de deseo y sobre todo de ganas, un beso que llevaban esperando demasiado tiempo y que él, en un juego cruel, le había negado nada más verse para enloquecerla aún más.
Se mordían los labios en ese beso, entrelazaban sus lenguas en una lucha por colonizar la boca del otro, sus alientos se mezclaban con sus jadeos. Ella sujetaba su cabeza sin querer dejarle escapar y las manos de él bajaban, acariciando su cuerpo.
Ahora mismo, y mientras el chocolate se derretía ligeramente entre sus dedos, su deseo le ordenaba que la penetrara en ese instante, que saciara ese torbellino de ganas que le tenían muy excitado, pero se controló. Quería jugar con ella, quería devorarla, saborear cada centímetro de su cuerpo y memorizar cada jadeo que saliera de su boca. Separó sus labios de los de ella con una sonrisa pérfida y dejó una última lamida en la punta de su nariz.
—Te odio —susurró ella justo antes de que él dejara un rastro de chocolate en su cuello, para lamerlo acto seguido—. Mmmm te odio mucho.
Otro rastro más en su hombro, solo que esta vez le mordió. Su aliento era exhalado de manera quebradiza. Uno más entre sus pechos. Ahora limpió ese rastro con lamidas cortas. El vientre de él notaba como el sexo de ella volvía a empaparse. Unió sus pezones con una línea de chocolate. Se entretuvo incluso en jugar con ambos, rozándolos con el trozo de tableta.
—Cabrón…
Él sonrió y se lanzó a lamer sus pechos, goloso. Uno y otro, con la misma vehemencia. Los amasó con sus manos para seguir lamiéndolos, juntándolos y alternando su lengua. Ella se retorcía de placer, se empapaba y amortiguaba los gritos que luchaban por salir de su garganta.
Siguió lamiendo sus senos, la respiración de ella hacía que su pecho subiese y bajase con fuerza, pero él no daba tregua, lamía y mordía arrancándole oleadas de placer. Hasta que dibujó una flecha de chocolate en su vientre que apuntaba a su sexo.
Ella abrió los ojos súbitamente, alzando su cabeza para mirar lo que estaba haciendo. No dijo nada, solo se limitó a agarrar los cabellos de él con ambas manos y guiarlo en esa dirección. A la mierda la flecha, quería su lengua y su boca de inmediato y no aguantaría más jueguecitos.
—Impaciente —gruñó antes de lanzarse a devorar su sexo. No se molestó en preámbulos provocadores, hundió su boca como si fuera una fiera hambrienta. Picoteó, lamió e incluso mordió con sus labios su clítoris, para luego descender y recorrerlo con su lengua. La hundió y eso la hizo gritar.
Ella pegaba más la cabeza de su amante en su entrepierna, la movía con fuerza y él, aunque apenas podía respirar, seguía lamiendo y mordiendo su sexo, probando el néctar de la excitación.
Y al final, el deseo venció y ella soltó su cabeza a la par que él se despegó de su sexo. Ascendió por su cuerpo y la besó, mientras ella le rodeó la cintura con sus piernas justo cuando la penetró de un golpe. Ambos gritaron a la vez.
—¡Joder! —exclamó ella mientras él embestía con fuerza. Se miraban a los ojos, chispeando deseo. Él arrancaba besos de fuego de su boca al tiempo que la penetraba con fuerza. No había tregua, no ahora cuando por fin habían desatado la pasión.
—Más. No pares. ¡Más! —cerró los ojos, sintiendo el peso de su amante sobre ella. Era una sensación increíble, placentera, excitante, pero también quería moverse a su antojo y hasta ahora él había llevado las riendas. Se impulsó e hizo que ambos cuerpos rodaran en la amplia cama, quedando ella ahora a horcajadas sobre él.
—Me toca —sonrió con picardía y comenzó a bailar muy, muy lentamente sobre su cuerpo. Sentía el miembro de él completamente hundido en su sexo y eso la excitaba. Pero no se movería deprisa. No aún. Retorcía sus caderas haciendo círculos, bailando como si estuviera danzando de manera exótica, mirándole y mirándose sus pechos para acariciárselos después.
—¿Te gustan? ¿Quieres lamerlos otra vez?
Él bramó, impaciente. No quería pausas ahora y ella lo percibió, dejando escapar una risita malévola. De nuevo clavó su mirada en él y aumentó el ritmo, contrayendo los músculos de su vagina y haciendo que él viese aumentado así su placer. Cerró los ojos, jadeando.
Mientras acariciaba sus pechos, relamiéndose y botando más deprisa sobre su cuerpo, él llevó las manos a sus caderas, moviéndola a su antojo. Ella se dejó hacer, porque aumentaban la velocidad. La habitación se llenó con sus jadeos y sus gritos.
—No aguantaré mucho más
— ¡Cállate! —gritó ella, dejando caer sus manos al lado de su cabeza y apoyarse en la cama para continuar moviéndose. Se mordió el labio inferior, cerrando los ojos para disfrutar de aquellas maravillosas sensaciones. Ella tampoco aguantaría mucho más. A pesar del deseo acumulado, esos juegos previos no habían sido más que una olla a presión que ahora estaba explotando. Llevó las manos a su pecho, aumentando los gritos.
Él tensó sus músculos y llevó sus manos de sus caderas hasta su culo, apretándolo con fuerza. Sonrió y ella supo que su momento estaba cerca. Como el suyo propio. Esta vez, la guerra de orgasmos quedaría en tablas, lo supo en el mismo instante en el que la electricidad recorrió su cuerpo y la hizo arquearse hacia atrás, gritando de nuevo mientras él se corría, perdiéndose en sus propios gritos. Llegaron a la vez y él se vació en su interior. Y tras unos instantes, se miraron a los ojos, antes de que ella cayera desplomada a su lado.
—Dos a uno —susurró ella. Se giró de medio lado y acarició su pecho mientras dejaba besos cortos sobre su piel.
—Dos a uno —repitió él, con una sonrisa.
—Casi me matas antes con el chocolate. Creí que explotaría. No vuelvas a hacerlo, dios, sentía una presión enorme.
Él sonrió, casi riéndose. Era una maldad que quería hacer aunque había sentido exactamente lo mismo, tuvo que luchar contra su propio deseo para volverla así de loca.
Tras un rato bastante largo en el que ambos intercambiaron risas, caricias y confidencias más relajadas, él se levantó y entró en el baño para tomar una ducha. Tras la puerta entreabierta se escuchaba el agua caer. Ella se mordió el labio inferior, repitiéndose a sí misma que no podía perder esa guerra. Entró en el baño, desnuda, y se metió en la ducha con él.

—Ni por asomo pienses que vamos a quedar dos a uno. 

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La Columna

Posted by Francisco Hergueta On 21:38 0 comentarios

“En el juego ella había sido mala, había desobedecido. Y ahora sería castigada”.

La columna era alta, de unos tres metros. Sencilla, de piedra color crema y  tacto rugoso. Nada de mármol pulido, nada de lujosas betas “salmón” y ocre. Una simple columna, el único adorno que había en el centro de aquella sala oscura, fría.
Arriba del todo, esta columna tenía una argolla metálica por la que pasaban dos cuerdas trenzadas que se sujetaban al suelo. Bajaban tensas, a un par de centímetros de la columna y terminaban amarrando las muñecas de ella. Bien tensas. Elevando sus brazos por encima de su cabeza.
Los pasos de él resonaban pacientes por el suelo de madera. Se acercaba despacio, observando su cuerpo, su pelo corto y rubio. Su espalda recta, su culo bien proporcionado y esas piernas largas, estilizadas por los tacones negros que llevaba.
Se paró a un metro de ella. Llevaba una vara de bambú con la que dio unos golpecitos sobre sus vaqueros. Era fina, y aunque la agitaba suave, ya cortaba el aire. Pero ella no podía oírle.
Terminó de recorrer la distancia que les separaba. No esperó más y hundió la mano derecha entre sus nalgas, buscando su ya empapado sexo. Sonrió mientras metía un dedo en su interior, notando como ella se estremecía.
No podía oírle porque él le colocó unos tapones. No podía verle porque él vendó sus ojos con un paño negro. Así, privada de la vista y el oído, su sentido del tacto se agudizaba hasta el extremo, por lo que cada caricia que él le daba  la sentía multiplicada por diez.
Cómo movía el dedo dentro de ella, cómo jugueteaba, cómo chapoteaba. Cómo enloquecían.
Aunque ella tampoco podía gemir muy alto, ya que en su boca tenía una bola de mordaza. La saliva goteaba por su cuello en finos y brillantes hilillos, mojando su torso y sus pechos con una miel transparente que él encontraba extremadamente morbosa.
Sacó su dedo de su sexo a pesar de los ahogados gemidos de protesta por parte de ella. Con la misma mano recorrió su pecho, untando su dedo con esta rica miel y frotando sus pezones con cierta fuerza. Llevó después ese dedo a sus propios labios y probó los jugos y la saliva, relamiéndose. Ella no podía verle ni oírle, pero sabía lo que estaba haciendo. Y eso hacía que se mojara aún más.

Hora de empezar a jugar.

Él volvió a frotar sus pezones, pasando los dedos sobre ellos, excitándolos y endureciéndolos. La saliva facilitaba el trabajo. Los pellizcó y los estiró, suave primero, más fuerte después. Aquello prometía, ella jadeaba.
Tomó dos pinzas metálicas con las puntas forradas en silicona y trató de pellizcar sus pezones con ellas. Ese sería el primer castigo. Pero falló, y la pinza se escapó, provocándole cierto grado de dolor. Volvió a intentarlo y volvió a fallar, lo estaba haciendo a propósito y cada vez que la pinza se escapaba ella sentía esa descarga eléctrica es su pezón, en forma de dolor. Tensó sus brazos inconscientemente y la cuerda trenzada se tensó alrededor de las muñecas, apretándolas aún más. Dulce dolor.
“Cabrón.” Pensaba ella, aunque sonreiría y ronronearía si pudiera.
Resopló cuando él pinzó por fin sus ya doloridos pezones. La sensación, mezcla de dolor y placer, era horriblemente excitante. Y solo había empezado.
Él desató la cuerda del suelo, haciendo que bajara los brazos despacio, aunque no la liberó, solamente le dio unos cuarenta centímetros de margen, volviendo a atar la cuerda a la argolla del suelo. Ella sintió alivio en los brazos, gimió, y otro hilillo de saliva cayó sobre sus pechos.
Volvió a acercarse a ella. Con la mano derecha comenzó a recorrer su piel. Recorría sus piernas perfectas, apretaba sus nalgas, se mordía el labio inferior mientras recorría ese cuerpo de diosa, sin mácula ni marca. No le gustaban las marcas permanentes, los tatuajes… Era su lienzo y le gustaba tenerlo así, limpio de cualquier impureza. Se pegó a ella y besó su cuello mientras amasaba sus pechos, cubiertos de su miel y pinzados en sus pezones. La pegó a la rugosa y fría columna, oprimiéndola, mostrando de esa manera su dominio. Ella gemía, gemía muy excitada, sintiendo como sus pezones batían al ritmo de su corazón, como su empapado sexo.
—Eres mía. Me perteneces —susurró mientras sus dedos apretaban ligeramente su cuello, reduciendo la cantidad de aire que ella respiraba y provocándole la enésima oleada de placer. Claro que le pertenecía, en ese instante era completamente suya. La saliva que brotaba de su boca, sus gemidos ahogados, las marcas en las muñecas que estaba dejando la cuerda trenzada, el temblor de piernas cuando le escuchó susurrar. Todo suyo. Toda suya.
Se retiró y ella protestó, más enseguida sintió la vara de bambú dar pequeños golpecitos en su vientre. Hubiese sonreído lasciva, le hubiese mirado relamiéndose los labios si hubiese podido, pues sabía lo que quería. Para eso le había dado más cuerda.
Se separó de la columna un par de pasos, abrió a medias sus piernas y se inclinó hacia abajo, arqueando su espalda y volviéndose a apoyar en la ya tensa cuerda. Ahora su cuerpo formaba casi una “L”.
Él tomó más cuerda, inclinándose detrás de ella. Saboreó sus labios, relamiéndose, cuando contempló su sexo empapado, pidiendo a gritos su miembro. Pero no, aún era pronto. Enrolló la cuerda alrededor de su muslo, formando un nudo y apretándolo con cierta fuerza, haciendo lo mismo en el otro muslo y atándolos entre sí con doble cuerda. El objetivo era marcar la piel con la cuerda justo a la altura donde solían colocarse los ligueros. Quería ver esa marca, le enloquecía la ropa interior pero le enloquecía aún más dejar esas marcas perfectas y efímeras en el cuerpo de su sumisa. En esa sesión haría de su cuerpo su lienzo, dejando su marca volátil en cada nudo, en cada azote…
Se puso en pie, no sin antes dejar un buen lametazo en su coño, a lo que ella respondió con un gemido bastante fuerte. Como cada acción de él era una sorpresa que no veía venir, le causaba mil veces más placer.
Tampoco vio venir como él se levantó y tomó una nueva herramienta de “castigo” entre sus manos. Sonrió lascivo.
Ella gimió cuando sintió una espuela ir clavándose en su espalda lentamente. Él sostenía con firmeza el mango metálico, mientras la rueda con púas iba girando sobre su cuerpo, dejando pequeñas marcas en su piel. Iba despacio, ella ahogaba grititos en su garganta. La espuela se coló por su costado y esto le provocó cosquillas. No reprimió la risa. La refrescante risa.
Él continuó, sonriendo, y se agachó para recorrer con la espuela su vientre, Apretaba aún más, con lo que las púas dejaban más marca en su piel, era un recorrido de pequeños pinchazos de dolor que instantáneamente se convertían en placer. El bulto de su miembro bajo los vaqueros ya no disimulaba para nada su erección.
La respiración de ella era cada vez más agitada. Paró esa pequeña tortura cuando recorrió sus pechos, rodeándolos primero y cruzándolos muy cerca de sus pinzas. Aquello sí que era excitante para ambos. Su saliva mojaba ahora el suelo de madera.
Se retiró, dejando la espuela a un lado, escuchando sus gemidos ahogados. Ella sintió como su vello se erizaba.
Gimió de nuevo, y el volvió a morderse el labio, acariciando otra vez su culo y ascendiendo hasta sus senos para empaparse la mano de su saliva, la cual untó en ambas nalgas.
Ahora sí que ambos corazones latían deprisa. El de ella, mezcla de excitación, nerviosismo y miedo ante lo que iba a pasar. ¿Confiaba tanto en él para estar así de expuesta y entregada?
Sí.
Él respiraba agitado, excitado, mientras paseaba la vara de bambú en su culo, frotando su piel de izquierda a derecha y viceversa. Pero… ¿estaba seguro de lo que iba a hacer? No había posibilidad para ella de advertirle nada, estaba a su completa merced. ¿Estaría a la altura?
Sí.
Tomó aire. El primer azote la pilló desprevenida. Uff, empezaba fuerte. Hizo que diera un respingo y soltara un quejido de dolor. No había tiempo, enseguida dejó otro azote que la marcó al rojo en su culo.
“Más, dame más.” Pensaba cuando recibió el tercero. Este enrojeció sus ojos, contoneaba las piernas sin atreverse a juntarlas y se perdía en un mar de dolor y placer, ahogando gemidos cada vez más fuertes, deseando sentir más.
Otro azote.
Él estaba completamente excitado, recreándose en la obra de arte que estaba logrando pintar en su culo, atravesándolo con marcas rojas y ligeramente amoratadas. Y ella se perdía en su mundo carente de visión y sonido. Solo se escuchaba gemir a sí misma, sentía los azotes como intensos y efímeros destellos que desaparecían, dejando paso a un instante de dolor y a un momento infinito de placer.
Se sorprendió cuando se arqueó, mostrándose más para él, reclamándole que siguiera, que la castigara. Pero no hubo nada.
Sentía su culo arder, sentía cada azote que él había dejado en su piel como si fuera fuego, pero lo que verdaderamente le dolía era su repentina ausencia.
“No me dejes así, cabrón.”
Tarde. Aunque ella no podía ver ni oír nada, si podía sentir. Y vaya si sintió. Notó como él hurgaba de nuevo en su sexo, separando sus labios. Oh, dios, ¿iba a masturbarla? No, peor aún. Le introdujo un huevo vibrador, uno de esos en los que el otro miembro de la pareja controla un mando que lo hace vibrar a voluntad.
“No, por favor, esto no. No me hagas esto, hijo de puta.”
Se apartó de nuevo, recreándose en el temblor de su sumisa. Tomó de nuevo la vara y recorrió su espina dorsal con su punta. Ella respiraba agitada. Su sexo palpitaba, sentía placer, dolor e impotencia. Quería desfogarse, gritar, morder su cuerpo, dejar que él la follara o cabalgarle mientras arañaba su pecho. Y en lugar de eso allí estaba: ciega, sorda y expuesta a sus caprichos de sádico.
No pudo pensar más, sintió de nuevo un azote quemar su culo, arrancarle un quejido, y casi instantáneamente, activó el huevo haciendo que vibrara en su interior.
Aquello iba a ser demasiado.
Mientras el huevo vibraba, iba dejando pequeños golpecitos con su vara en los muslos, justo debajo de la cuerda. Eran suaves, aunque con la suficiente fuerza como para enrojecer su piel.
“¿Quieres hacerme unas medias rojas?” Pensó, pero enseguida gimió de nuevo cuando él aumentó la velocidad del huevo unos segundos, justo antes de dejar otro fuerte azote en sus nalgas y parar la vibración. Chillaba, se removía, se convulsionaba.
Otro azote más y de nuevo el huevo reanudó su marcha. Él sabía lo que estaba haciendo, la llevaría varias veces casi al borde del orgasmo para luego parar. Aumentó la velocidad de la vibración, coloreando sus muslos a base de pequeños y rápidos golpes de bambú hasta que la notaba casi a punto, entonces azotaba y paraba de nuevo, haciendo que ella le maldijera y a la vez le adorara.
Una vez más, y otra, y otra más. No, ella ya no podía seguir así, negaba, sollozaba, dejaba caer ahora bastante más saliva que antes y de sus ojos, enrojecidos y tapados, brotaban lágrimas de frustración.
“Para ya. Fóllame ya.”
¿Pero que iba a decir si estaba con la mordaza en la boca? Solo se le entendían leves sonidos guturales.
De nuevo el ritual: el vibrador a máxima potencia mientras sus muslos, ya enrojecidos, recibían las atenciones del bambú. Y justo cuando estaba a punto de explotar, otro azote que cortaba el orgasmo haciéndola bajar de la nube del placer.
Solo que esta vez, fue diferente. No recibió azote, ni puso en marcha en vibrador. El lugar de eso, él lo sacó de su sexo, hundiendo su miembro duro en ella casi al instante y penetrándola de golpe.
Los ojos, bajo la venda, se le abrieron como platos y sintió que se perdía en su propio mundo de placer mientras él se la follaba salvajemente.
Las cuerdas se tensaban, sus piernas flaqueaban tanto que amenazaba con dejarse caer, pero él la sujetó con firmeza por las caderas y continuó con las embestidas.
Ella no aguantó más y explotó en el orgasmo más intenso que recordaba, abandonándose, desfogando todo lo que había acumulado. Solo pudo sentir como él se vaciaba en su interior en una última embestida y la pegaba a su cuerpo. Estaba desnudo, el muy cabrón se había desnudado entre azote y azote.
Y ambos sudaban, mientras sus cuerpos permanecían pegados, agotando las últimas bocanadas de aquel orgasmo brutal.

_________________________

—Déjame fotografiarte. Estás irresistible con esas marcas.
Diez minutos después, él estaba tumbado en una cama mientras ella le mostraba su cuerpo a los pies de ésta, totalmente desnuda. Tras ella, la columna. Las cuerdas habían dejado marcas en sus muñecas y en sus muslos, a modo de brazaletes y ligueros. La piel de dichos muslos seguía enrojecida hasta poco más arriba de las rodillas, y su culo era un lienzo atravesado de marcas granates y amoratadas. La habitación, antes oscura, ahora estaba iluminada. Era un ático de techos altos, pequeño, con la columna al fondo y la cama, junto a la cómoda, frente a esta.
—Eres un pervertido. —Ella se giró de medio lado, examinando su piel. Le dedicó una mirada de enfado fingido mientras él ajustaba la cámara—. Estas marcas tardarán en irse. Y me escuecen. Me has puesto a mil.
Sonrió traviesa. Sus ojos verdes oscuros, llenos de picardía, se posaron en los de él. Era una mujer realmente hermosa, lasciva, juguetona…
—Te pondré crema.
—Y saliva.
—Te pondré saliva y crema, pero déjame sacarte unas fotos.
Ella entornó los ojos, asintiendo.
—Vale, pero no me saques la cara.
—No lo haré. Tu cara es solo para mí.  —Sonrió lascivo, enfocándola—. Pero acércate a la columna.
Ella caminó despacio, contoneándose como antes no lo había podido hacer y caminando de puntillas ahora que no llevaba tacones. Se volvió triunfal hacia él, justo cuando se paró ante la columna. La acarició, arqueándose de nuevo. Rozó la fría piedra con la punta de su lengua, arrancándole una sonrisa de placer.
—Sabía que esa columna iba a darnos juego.

“Clic”

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¿Recuerdas esa noche en la feria?

Posted by Francisco Hergueta On 21:55 0 comentarios

—Me gusta verte leer.
—Uhm. Lidia, ¿Te he despertado? Lo siento.
—No. Simplemente soñaba. Ha sido muy bonito, he soñado con el día más feliz de mi vida. Ven. Cierra el libro y acércate, quiero contártelo.
—Para mí, todos los días a tu lado han sido especiales.
—Shhh.  Deja que te lo cuente… ¿Recuerdas el verano pasado? Fuimos a la feria. Recuerdo que esa noche hacía fresquito, insististe en que me llevase una rebeca, una finita de hilo gris que tenía, pero yo no quise.
—Siempre has sido muy cabezota.
—Esa noche quería sentir. Bajamos a la feria. Recuerdo que llevabas un vaquero azul de esos que me gustan tanto, esos que van lavados a la piedra, y una camiseta llena de colores. Aunque tal vez fuese blanca, pero esa noche todo estaba lleno de color. Nos acercamos a un pequeño puesto donde preparaban mojitos, tú siempre decías que querías llevarme a una de esas islas del Caribe; nos tumbaríamos en dos tumbonas y beberíamos mojitos todo el día. Esa noche, con la copa en la mano, cerraba los ojos e imaginaba que los ruidos de las atracciones eran las olas del mar… Pero tenía que abrirlos porque sentía miedo. Creía que si deseaba muy fuerte estar en esa isla, los abriría y ya no estarías conmigo. Dame la mano, Luis. No quería islas en el Caribe, era feliz estando contigo…
—Lidia…
—No hables, déjame contarte……. Recuerdo que después de bebernos dos copas de mojito quisiste sacarme un peluche. Insistías en que todos los novios les sacaban uno a sus novias. Y yo me reía. Recuerdo que te enfadabas porque creías que me estaba riendo de ti. Y no era así, me reía porque era la mujer más feliz del mundo escuchándote decir eso, que era tu novia… Probaste en un juego de encestar balones, pero lo tuyo jamás fueron los deportes. Luego insististe en probar con los dardos. Recuerdo que te dejaste unos cuantos euros, pero no había manera…
—Casi me arruino, sí.
—Y entonces me cogiste de la mano y me llevaste hasta una tómbola. Tiraste de mí, pero yo me sentía flotar. Tú ibas esquivando a la gente pero yo no veía a nadie, solo te veía a ti, caminando decidido y girándote para sonreírme y decirme que yo tendría el peluche más bonito de la feria. ¿Recuerdas lo que me decías?
—Claro. El peluche más bonito para la chica más bonita.
—…Si. Llegaste al mostrador de la tómbola y le preguntaste al dueño que cuanto costaba un peluche enorme. Un osito enorme con un corazón en la mano en el que se leía “Tú y yo, siempre.” Ese peluche era completamente cursi y ridículo, pero esa noche me parecía el más bonito de todos. Recuerdo que me reía mientras tú discutías con el tombolero. Él te decía que tenías que comprar papeletas y que tal vez te tocase, y tú insistías en que tenías tan mala suerte que jamás te tocaría. Al final dejaste veinte euros en el mostrador. Aquel hombre me miró, sonrió y descolgó el peluche mientras me decía que nunca había visto a un tío tan cabezota… ¡Qué vergüenza sentí! Y que feliz iba después con tu peluche abrazado. No lo solté en toda la noche.
—No lo soltaste ni para subir en los coches de choque.
—Sí… Es cierto…
— ¿Quieres que te traiga agua?
—No, todo está bien. Antes pensaba que aquello solo lo hacían los niñatos y las parejas de adolescentes. Pero esa noche, en la que hicimos lo que el resto, esa noche me sentí la chica más especial del mundo. Quizás fuese el mojito, o quizás fuese que estaba completamente loca por ti, pero esa noche necesitaba sentirme normal y especial a la vez. ¡Los ojos se te abrieron como platos cuando quise subir en los coches de choque!... Recuerdo que tú no lo dudaste. Me cogiste de nuevo de la mano y yo me dejé guiar por ti. Abrazaba fuerte a tu peluche, no quería perderlo. Sacaste un par de fichas y montamos. El encargado nos dijo que no podíamos subir con el peluche, pero le dijiste que habías estado veinte minutos discutiendo con el tombolero por él y que podías estar otros veinte minutos discutiendo perfectamente. Al final se dio la vuelta y se marchó. Yo no podía parar de reír, Luis. Esa noche flotaba. ¿Recuerdas la canción que sonaba en la feria una y otra vez?
—Mmm, sí, claro que sí. Una de “La Oreja,” esta noche me has sacado a bailar”. Tú odias esos grupos, eres más de rock.
—Desde esa noche esa es mi canción favorita. La escuchaba mientras reía, mientras abrazaba el peluche, mientras discutías con los feriantes por mí. Mientras bebíamos los mojitos. Mientras chocábamos con los coches. Mientras paseábamos por el ferial. Recuerdo que escuchando esa canción, me miraba y sonreía, llevaba puesto un vestido azul que se movía mientras caminábamos…
— ¿Lidia?
—Baja la cama, quiero tumbarme. Y acerca el mp3, quiero escuchar esa canción junto a ti de nuevo. Ven, ponme un auricular y ponte tu otro. Y apriétame la mano fuerte, Luis. Como aquella noche en la feria… No me sueltes Luis, no me sueltes.

Lidia cerró los ojos y sonrió. La canción volvió a sonar y ambos la escucharon por última vez. Y ella se quedó así, como dormida. Su rostro ojeroso y pálido rezumaba calma y paz. La mano de ella quedó sin fuerzas aunque aún continuaba con sus dedos huesudos entrelazados a la de él. La sábana blanca de hospital cubría el delgado cuerpo de Lidia hasta su cintura, el pijama verde con motas azules dejaba ver algo de su cuello, completamente escuálido. Pero a pesar de todo, él la seguía encontrando la chica más guapa de todas.
 Luis sintió un horrible nudo en la garganta y sintió como ese nudo rompía en llanto. Acarició la cabeza completamente calva de ella con las yemas de sus dedos mientras dejaba un dulce beso en sus labios. Sus lágrimas mojaron el rostro quieto de Lidia.
El aparato al que estaba conectada  comenzó a pitar y al cabo de un instante dos enfermeras entraron en la habitación. Luis se puso en pie, llevando su mano hasta su boca y besando sus dedos, para llevarlos a los labios de ella y acariciarlos a modo de despedida. Salió de la habitación, notando un inmenso vacío en su pecho, el cual se llenaba con la sensación de alivio al saber que ella, por fin, descansaba.  

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Luis y Lidia caminaban de la mano por su feria. Ella sonreía, agarrando el peluche con fuerza. Miraba las luces, seguía escuchando aquella canción, su canción. “¿Cómo imaginar que ibas a curar mis penas?” Se detuvo de golpe, dejando un beso en su mejilla al tiempo que un golpe de brisa le robó el pañuelo de la cabeza. Ella se entristeció, sintiéndose de golpe horriblemente fea. La quimio causaba estragos en su cuerpo y la había dejado completamente calva.
—Eres la chica más bonita de la feria. Te quiero.

Y de nuevo la vida la sacó a bailar, y sintió como él no solo la cogía de la mano en la feria. También tiraba de ella y la sacaba de esa tristeza llenando su mundo de color y de música, como su canción. Como esa noche.

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