“A veces la Musa se cruza de brazos
y te dice que no hay más inspiración hasta que no juegues con ella”
¿Sugieres
jugar una partida de póker mientras barajeas las cartas? Ya has tomado esa
decisión, juguemos.
Te
tomas tu tiempo para mezclarlas y para repartir. Cinco cartas, póker clásico.
Supongo que un descarte. Observo detenidamente mi mano: pareja de treses, el As
de diamantes, un dos y el Rey de Corazones.
Esta
última la tiro al instante, demasiado obvio para ti. Demasiado típico para
ambos. Desecho también el dos. ¿Por qué? No me gusta que solo sea dos, ya sabes
que quiero más.
Observas
las tuyas con una sonrisa lasciva en tu cara, con esa sonrisa lasciva. Ya
está, ya has empezado a desarmarme con tu psicología de sonrisas y miradas. Me
preguntas que si “voy” antes de darme mis cartas. Claro que voy. Y me resto.
Uso
las gotas de sudor que brotan de tu espalda como fichas, las subo con el dedo
hasta tu nuca, deslizando la yema de mi dedo índice por la línea ascendente que
marca la columna hasta tu cuello.
Ya
sabes que no es fácil jugar al póker contigo, y más cuando estás tumbada boca
abajo, con las piernas encogidas y flexionadas.
Desnuda.
En tu cama.
Sigues
con ventaja, tú estás desnuda y yo no. Pero me he restado, he puesto todas mis
fichas y me he quitado toda la ropa. Y ahora quiero mis cartas.
Pareja
de damas.
Sonrío,
te las muestro. Tú te enfurruñas y…
Yo
me tiro.
Tú
te tiras.
Él
y ella… ¿a quién le importa si se tiran?
Nosotros
nos tiramos, mutuamente.
Ellos….
Se retiran.
No
me mires así, no tenses tu boca, no entornes tus ojos. O hazlo. Pero muérdete
el labio inferior.
¿Te
restas?