Él entró en
su apartamento, dejó las llaves sobre el aparador y se quitó despacio la
chaqueta, envolviéndose del pesado silencio que reinaba en aquel lugar.
Caminaba
despacio sobre la moqueta gris. Sus zapatos, negros y elegantes, parecían
levitar sobre el tupido pelaje, llevándole hasta el sofá, donde se dejó caer.
Ni siquiera le apetecía tomarse la copa de ginebra que solía beberse cada
noche. Bueno, sí le apetecía, pero no tenía ganas de preparársela.
Miró a la
derecha del sofá y acarició el cojín vacío, como si este aún guardase algunas
briznas de calor. El resto de muebles le parecían banales y prescindibles, como
todo lo que allí había. Todo excepto el sofá. Y la cama.
Y es que,
desde que su gata se marchó, nada era lo mismo. En su memoria estaba fresco el
ritual con el que cada noche ella le recibía, un ritual cargado de sensualidad
y erotismo en el que su gata le preparaba la copa y se la servía. Así empezaba
el juego.
Podía
recibirle en pantalones cortos y camiseta, en pijama, ataviada con un vestido
elegante o en ropa interior. Podía prepararle la copa estando completamente
desnuda y servírsela de puntillas, pero siempre con ambas manos y mirando al
suelo al hacerlo. La gata sabía muy bien qué hacer.
Cerró los
ojos y aspiró el aroma de la estancia. Seguía oliendo a sexo; a dominación. A
ginebra. A placer y a sudor.
Si se
concentraba lo suficiente podía escuchar incluso el sonido de los azotes. Tenía
memorizado cómo sonaba la palma de su mano contra la piel de su gata o el
enloquecedor golpe de una vara contra el trasero de ella. Escuchaba el
restallar del cinturón o las cuerdas tensándose alrededor de su cuerpo. Ocultos
entre los cojines permanecían los jadeos de ella o sus lágrimas mezcladas con
saliva cuando apenas podía respirar debido a la mordaza.
Pero si una
imagen permanecía clara e inalterable en su retina era la de su gata. La
recordaba desnuda, tumbada boca abajo en el sofá mientras se tomaba una foto.
Su media melena lisa y rubia le caía delante de los hombros, excepto la que se
perdía en su espalda. Hundía los codos en el cojín y sus senos se quedaban
entre los brazos. La curva que su columna vertebral dibujaba hasta llegar a su trasero
era perfecta, y las redondeces de este le volvían loco. Lo recordaba como un
lienzo de piel blanca sobre el que dejar con azotes su marca. Los muslos,
juntos, protegían la visión de su secreto. Las piernas flexionadas y
entrelazadas terminaban por darle ese toque de niñata caprichosa. Podía recrear
milímetro a milímetro los pies, una de las partes favoritas del cuerpo de su
gata. Sus tobillos, el empeine, la forma de los dedos… incluso el tono algo más
rojo y oscuro que las plantas de los talones tenían en comparación al resto de
la planta.
Su sonrisa,
su risa y el color de sus ojos le acompañarían siempre.
Ahora
ya no estaba y le tocaba asumirlo; las gatas, al fin y al cabo… son gatas.
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