La gata

Posted by Francisco Hergueta On 12:17 0 comentarios

Él entró en su apartamento, dejó las llaves sobre el aparador y se quitó despacio la chaqueta, envolviéndose del pesado silencio que reinaba en aquel lugar.
Caminaba despacio sobre la moqueta gris. Sus zapatos, negros y elegantes, parecían levitar sobre el tupido pelaje, llevándole hasta el sofá, donde se dejó caer. Ni siquiera le apetecía tomarse la copa de ginebra que solía beberse cada noche. Bueno, sí le apetecía, pero no tenía ganas de preparársela.

Miró a la derecha del sofá y acarició el cojín vacío, como si este aún guardase algunas briznas de calor. El resto de muebles le parecían banales y prescindibles, como todo lo que allí había. Todo excepto el sofá. Y la cama.
Y es que, desde que su gata se marchó, nada era lo mismo. En su memoria estaba fresco el ritual con el que cada noche ella le recibía, un ritual cargado de sensualidad y erotismo en el que su gata le preparaba la copa y se la servía. Así empezaba el juego.
Podía recibirle en pantalones cortos y camiseta, en pijama, ataviada con un vestido elegante o en ropa interior. Podía prepararle la copa estando completamente desnuda y servírsela de puntillas, pero siempre con ambas manos y mirando al suelo al hacerlo. La gata sabía muy bien qué hacer.

Cerró los ojos y aspiró el aroma de la estancia. Seguía oliendo a sexo; a dominación. A ginebra. A placer y a sudor.
Si se concentraba lo suficiente podía escuchar incluso el sonido de los azotes. Tenía memorizado cómo sonaba la palma de su mano contra la piel de su gata o el enloquecedor golpe de una vara contra el trasero de ella. Escuchaba el restallar del cinturón o las cuerdas tensándose alrededor de su cuerpo. Ocultos entre los cojines permanecían los jadeos de ella o sus lágrimas mezcladas con saliva cuando apenas podía respirar debido a la mordaza.

Pero si una imagen permanecía clara e inalterable en su retina era la de su gata. La recordaba desnuda, tumbada boca abajo en el sofá mientras se tomaba una foto. Su media melena lisa y rubia le caía delante de los hombros, excepto la que se perdía en su espalda. Hundía los codos en el cojín y sus senos se quedaban entre los brazos. La curva que su columna vertebral dibujaba hasta llegar a su trasero era perfecta, y las redondeces de este le volvían loco. Lo recordaba como un lienzo de piel blanca sobre el que dejar con azotes su marca. Los muslos, juntos, protegían la visión de su secreto. Las piernas flexionadas y entrelazadas terminaban por darle ese toque de niñata caprichosa. Podía recrear milímetro a milímetro los pies, una de las partes favoritas del cuerpo de su gata. Sus tobillos, el empeine, la forma de los dedos… incluso el tono algo más rojo y oscuro que las plantas de los talones tenían en comparación al resto de la planta.
Su sonrisa, su risa y el color de sus ojos le acompañarían siempre.


Ahora ya no estaba y le tocaba asumirlo; las gatas, al fin y al cabo… son gatas.

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