El desconocido de la voz aguardentosa.

Posted by Francisco Hergueta On 21:11 0 comentarios

El destino no es más que un niño jugando caprichosamente con sus juguetes mientras ríe a carcajadas.
Hay pequeños detalles que pueden variar el curso de la vida: coger un vagón de metro en vez de otro y encontrarte al amor de tu vida, pararte a mirar el móvil en vez de seguir andado y evitar ser atropellado, elegir la terminación del boleto de lotería en 3 y ganar… Hay mil posibilidades. Mil millones de posibilidades que hacen variar nuestra rutina incesantemente. 
Martín, ese día, decidió entrar en una cafetería por la que pasaba a menudo y que nunca antes había visitado. Ese destino azaroso fue el que le empujó a hacerlo. Quizá percibió el olor a café, algún detalle de su interior… pero lo cierto es que abrió las puertas de cristalera translucida. 
—Buenos días —saludó nada más entrar, acomodándose en un taburete frente a la barra y pidiendo amablemente un café. 
—Buenos días. —Alguien a su lado le devolvió la sonrisa. Un desconocido de unos cincuenta años, delgado. Su rostro estaba marcado por unas arrugas pronunciadas y agrisadas por la barba, aunque era muy moreno de tez ya de por sí. Al hablar también se marcaban las arrugas de su frente. Pero lo que más llamaba la atención de aquel hombre era su voz aguardentosa.
Martín agradeció el saludo con una media sonrisa. El camarero dejó el café frente a él y le ofreció algo para comer. La simpatía no era la especialidad de la casa. 
—Pruebe las tostadas con jamón, están buenas —sugirió el desconocido. Martín asintió, ¿por qué no? Y le pidió una al camarero, quien se tomó su tiempo para prepararla.
No hubo más conversación en aquella cafetería del centro. Martín tomó su café y su tostada, dejó el dinero sobre la barra y se despidió amablemente, justo como saludó.  Salió por la puerta y comenzó a andar calle abajo, sin sospechar que aquel desconocido que le había devuelto los buenos días le siguió. Curioso el destino, curiosas las sorpresas que nos tiene preparadas. Qué lejos estaba Martín de adivinar que ese hombre le seguiría a todas partes, que le observaría, que estudiaría con detalle su rutina hasta aprender donde trabajaba, sus horarios, sus citas, sus amigos. Y lo hizo. Aprendió que vivía solo.
Y una noche, una de esas noches en las que el niño que es el destino ríe a carcajadas, el desconocido le esperó.

Martín abrió la puerta de aluminio gris y cristales espejo del bloque de pisos donde vivía y accedió al amplio pasillo. Las luces automáticas se encendieron, llenando todo de un blanco inmaculado. Los suelos, las paredes, todo era blanco.
Cerró la puerta y dejó los buzones metálicos a su derecha, no se molestó en abrir el suyo, casi nunca solía haber nada. Ascendió la leve rampa y llegó hasta el final del pasillo, donde estaba la puerta del ascensor al lado de una puerta de seguridad verde que daba acceso a las escaleras.
Abrió la puerta azul metálico del ascensor y subió en él. Pulsó el quinto piso y se apoyó en un lateral, cerrando los ojos y respirando. Aquél era su pequeño momento de paz, ya que el edificio calmo y aséptico, con olor a consulta de dentista, relajaban sus crispados nervios.
El marcador digital del ascensor marcó la sexta planta y las puertas correderas interiores se deslizaron. Había tal silencio en el piso que aquella rutina mecánica era de lo más escandalosa.
Suspiró.
El manojo de llaves giró media vuelta y eso extrañó a Martín. Juraría que había dejado la llave echada, jamás se iba sin comprobarlo antes. Se encogió de hombros y entró dentro. Un despiste lo tiene cualquiera.
Ahora si se aseguró de cerrar con llave.
Pero era tarde.

Dejó el llavero sobre el pequeño aparador del pasillo y se quitó el abrigo con lentitud, colgándolo en la percha. Podía escuchar hasta su propia respiración. Observó la oscuridad de su salón estilo moderno y minimalista. La tenue luz nocturna que entraba por la ventana era la única iluminación que ahora había. Miró al espejo del salón y su corazón le dio un vuelco. El rostro arrugado y moreno del desconocido de la cafetería le miraba a través de él. La sangre se le heló al reconocerle y acordarse y sintió como si algo encogiera su estómago de golpe. Quiso girarse, pero un golpe seco en su cabeza hizo que todo se volviese oscuro.Creyó escucharse a sí mismo desplomarse sobre la moqueta marrón con formas poligonales negras.
Silencio.
Silencio que luchaba contra un incesante y agudo dolor de cabeza. Silencio que gritaba, que quería despertar de aquella pesadilla. Silencio inmóvil, pesado. Silencio que volvía a sus párpados pesadas losas de plomo. Silencio.
Maldito silencio.

Silencio roto por un tic-tac loco, rápido, desenfrenado. Tic-tac que sacó a Martín de ese sueño, obligándole a enfocar su nublada vista. Y le vio.
El desconocido estaba sentado en su silla de escritorio, moviendo nervioso una de sus piernas y haciendo que la cremallera del pantalón de su chándal negro golpease contra la pata metálica. Ese era el maldito tic-tac.
 —¿Ya te has despertado? Creí que te había dado demasiado fuerte. —El desconocido se puso en pie, hablando con esa desagradable voz aguardentosa.
Martín estaba amordazado, no podía hablar. Sentía un escozor importante en los ojos y un dolor agudo en los párpados. Intentó cerrarlos, humedecerlos, pero era imposible. La vista de su ojo izquierdo se tornó levemente roja y descubrió, para su horror, que tenía los párpados cosidos. Abiertos como los tenía comenzó a moverlos febrilmente al tiempo que intentaba gritar, más el paño blanco se lo impedía, paño empapado en su propia saliva. Comprobó que las paredes de la habitación estaban totalmente forradas con mantas, como el suelo, incluso el techo. Miró hacia la cama y él estaba atado con los brazos en cruz al cabecero metálico, inmovilizado y a medio sentar con las piernas estiradas sobre un frío y grueso plástico que cubría el colchón.
Estaba totalmente desnudo y comenzó a moverse y a intentar gritar, pero era inútil.
 —¿Te gusta como he dejado todo? Así no podrán oírte. Tranquilo, nadie sabe que estoy aquí. —El desconocido de la voz aguardentosa comenzó a pasear por la habitación, acercándose al escritorio, donde había colocado algunas cosas.
 —Tu vecina Rosa, la del piso de al lado, trabaja por la tarde. No me ha oído, no estaba en casa. Y la familia Jiménez tampoco está. Él es electricista, trabaja hasta tarde y ella lleva a sus dos hijos a karate. Oh, deberías haber visto al pequeño Victor, será todo un campeón, estoy seguro.
Martín respiraba agitado por la nariz y comenzaba a sudar. El vello que tenía en el pecho se le pegaba a la piel blanca. Estaba realmente asustado.
—Llevo semanas observándote, Martín. Desde aquel día en la cafetería, entraste, diste los buenos días y apenas miraste a tu alrededor. Sentí que la rutina te había comido, que había deshecho tu alma.  Mi objetivo es liberarte, Martín. Liberarte de esta pesada carga que es tu vida. ¿Qué cómo lo sé?
 El desconocido brindó una mueca a Martín que podría interpretarse como una sonrisa siniestra. Cogió un pequeño destornillador de la mesita, donde tenía más cosas, y se acercó hasta la cama.
 —Ya te he dicho que te he estado observando. Primero comencé a seguirte al trabajo, luego del trabajo a casa… un día, otro día… Ahh, Martín, eres tan predecible. Incluso tus fines de semana lo son. La misma gente a la que llamas amigos, los mismos bares, las mismas bromas… Todo lo mismo. No te culpo, es el peso de esta sociedad, de esta vida, la que te ha empujado a ser como eres. ¿Sabes? Cuando entré en tu casa no me sorprendió. Todo es tan blanco en este piso, tan frío, tan neutral… Ni una planta en el recibidor, ni un cuadro colorista, ni siquiera una estúpida pintada en el ascensor. Nada.
 Martín estaba aterrorizado. Era como si se precipitase a un vacio, como si algo le arrancara el estómago. Sentía nauseas, sentía que le faltaba el aire.
 —Y tu casa… —Prosiguió el desconocido de la voz aguardentosa—. Tan impersonal, tan fría. Llevo días observándote mientras duermes, mientras comes, mientras ves la televisión. Y tú estás tan encerrado en tu rutina que no te percatabas de que estaba oculto tras el sofá, sentado aquí mismo mientras dormías… Ahh, Martín, incluso en mitad de la noche eres predecible. Siempre te despiertas sobre las cuatro, vas al baño, a la cocina, bebes agua y vuelves a la cama. Y todo sin encender la luz. Y yo observándote desde el sofá. Si tan solo hubieses variado esa rutina, si tan solo te hubieses atrevido a romperla… me hubieses descubierto. Pero no.
 Su tono de voz se elevaba. El desconocido de la voz aguardentosa se enfurecía, le reprochaba a Martín esa rutina, como si hubiese algo dentro de él que le llevara a odiarla. Se sentó a su lado, muy cerca de su mano derecha, sosteniendo el destornillador de cabeza plana entre sus dedos.
 —Pero eso hoy va a cambiar, Martín. Voy a liberarte. Voy a hacer que tu final sea recordado por muchas generaciones. No, la gente no te recordará por tu vida predecible y asquerosamente aburrida. Te recordarán por esto. Y hablarán de ti, créeme. Te he cosido los párpados para que no te pierdas detalle.

Y el desconocido de la voz aguardentosa comenzó su tarea. Llevó el destornillador al dedo índice de Martín y hundió la cabeza entre la uña y la carne. Una mirada de terror nació de los ojos del prisionero, seguido de un dolor agudo al serle arrancada la uña. Martín movía los dedos muy deprisa. El lugar donde antes estaba la uña ahora estaba enrojecido, en carne viva. El desconocido cazó el dedo anular y repitió la operación. Martín intentaba gritar.
 —Este dolor es bueno. Hará que no te desmayes. Aún así eres un hombre fuerte, aguantarás.
 Y arrancó la uña del dedo pulgar. Pero la que más dolió fue la del meñique, pues se partió y tuvo que hundir el destornillador en mitad del dedo, lo que le hizo retorcerse de dolor. Martín no entendía nada de todo aquello. No sabía por qué estaba ocurriendo, por qué estaba siendo víctima de aquel loco.  
Sentía el dolor de su mano penetrar como una aguja hasta el codo, sentía las palpitaciones de sus dedos resonando, era una sensación horrible. Comenzó a retorcerse de nuevo intentando liberarse de sus firmes ataduras cuando el desconocido de la voz aguardentosa cambió de mano. Y empezó de nuevo la letanía. Dedo por dedo, con paciencia y eficacia, fue arrancando las uñas una a una haciendo que Martín sudase y gritase. Tanta fuerza hacía que uno de sus párpados se rasgó y se liberó de la costura, quedando rajado por varios sitios. El ojo izquierdo de Martín se cerraba y se abría febril y ensangrentado. Parecía como si aquel rostro sudado y enrojecido tuviese cierto tic cómico. Esto levantó una sonrisa en el rostro del desconocido de la voz aguardentosa.
 —Esto jamás lo hubieras previsto en tu monótona vida.
 Ahora se dirigió a la mesita, donde dejó el destornillador. Le miró con esa sonrisa siniestra y le mostró un atornillador a batería, de esos que compran en los supermercados los locos del bricolaje. Lo apretó un par de veces haciendo que sonara. Martín se preguntaba qué diablos iría a hacer con eso, pero las manos le dolían horrores como para poder pensar nada más.
El desconocido de la voz aguardentosa se sentó en la cama observando a su víctima. Este le miraba fijamente, llorando y sudando. Respiraba con fuerza por la nariz mientras trataba de emitir gritos ahogados a través del pañuelo. Martín negó repetidas veces cuando su captor apoyó un tornillo de ocho centímetros de largo justo en su rodilla.
 —A veces ocurre que el tornillo se enreda en las fibras musculares, las enrosca sobre sí y provoca desgarros. 
Colocó la punta del atornillador sobre el tornillo, encajándola. Martín contuvo la respiración una décima de segundo, lo que tardó en accionarse el mecanismo.
El prisionero tembló, gritó, se retorció de dolor cuando el tornillo se arroscó en su rodilla de golpe, produciendo un chirrido agudo, casi un silbido, mientras agujereaba tejidos, huesos y cartílago. Martín abría mucho los ojos y cerraba muy deprisa el párpado que se le había descosido. Tensaba la pierna, sintiendo como el tornillo le atravesaba, como el dolor borraba el que sentía en los dedos. El desconocido de la voz aguardentosa dejó escapar unas risotadas al ver el tic que tenía, ya que solo podía cerrar  un párpado.
Rodeó la cama y apoyó otro tornillo en la segunda rodilla. Martín negó, suplicante, pero el taladro se accionó de nuevo y el tornillo entró en la rodilla, arrastrando esta vez un par de vueltas de músculo y piel, lo que provocó más dolor aún en Martín, cuya garganta se afanaba por gritar. 
—Eres fuerte. Otros ya se habrían derrumbado, pero tú sigues manteniendo la mirada. Eso me gusta, me hace querer ser digno de esa fortaleza. —Se levantó, con una mueca sádica por sonrisa. —Pasemos a algo más interesante. 
Dejó el taladro sobre la mesa y cogió una especie de cascanueces metálico. Como Martín tenía las piernas atadas, inmovilizadas y separadas, pudo sentarse entre ellas. Alzó el cascanueces metálico y se lo mostró, venciendo la resistencia de Martín.
Este supo lo que iba a hacer, negó varias veces con la cabeza y rompió a llorar. Su garganta emitía sonidos guturales, sus fosas nasales se dilataban tratando de captar la cantidad máxima de aire y sus ojos derramaban lágrimas mezcladas con sangre. Martín intentaba decirle que no, que parase, que le dejase. Le suplicaba que no siguiera, pero el desconocido de la voz aguardentosa llevó el cascanueces hasta su entrepierna, cazando uno de sus testículos entre ambas tenazas y apretando ligeramente.
Martín sintió nauseas.
El desconocido de la voz aguardentosa apretó con saña, incluso forzando su gesto, y oprimió sobremanera el testículo. Este se escapó del cascanueces, pero quedó muy dañado y provocó un dolor sordo e inaguantable en Martín, quien vio aumentadas sus nauseas.  Sentía que iba a desmayarse, el dolor era demasiado fuerte. Pero el desconocido no lo permitiría.
Martín entrecerraba el único ojo libre, su vista se nublaba a medida que el dolor de las manos, el de las rodillas y el de su testículo se mezclaban. Su resistencia estaba al límite. El desconocido de la voz aguardentosa se levantó con rapidez, dejándole solo momentáneamente. Fue hasta la cocina y sacó una botella de agua de la nevera, volviendo a la habitación y derramándola sobre la cabeza de su prisionero. Este reaccionó, dando convulsiones por el frío. Sus pupilas se dilataron y sus fosas nasales de nuevo se abrieron para captar aire.
Había vuelto. 
—¡¿Cómo esperas que haga algo medianamente decente si te desmayas a las primeras de cambio?! 
Enfadado, se levantó de la cama y volvió junto a la mesita. Tomó unas tenazas y se acercó a él, pellizcando uno de sus pezones y arrancándoselo de un tirón. La carne se desgarró. Martín se retorció y volvió a retorcerse cuando cortó el otro pezón. Clic. El sonido era como cuando se hacía un agujero a un cinturón.
Ese hombre no mostraba piedad alguna. Las tenazas mordieron la piel de su antebrazo y apretó, cortando otro trozo de piel. Martín gritaba bajo la mordaza. Su torso sudoroso goteaba, su corazón latía muy deprisa y su respiración era irregular y agitada.
Otro pellizco más.
Y otro.
Y otro más.
El desconocido de la voz aguardentosa había perdido por primera vez la paciencia y arrojó las tenazas al suelo. El sonido de estas al caer se vio amortiguado por las mantas que había colocado. Observó a Martín, quien le miraba fijamente, muy asustado. La sangre de sus brazos y de sus pezones comenzaba a gotear al suelo, formando regueros en el plástico que había sobre la cama. 
—He perdido la paciencia. No volverá a ocurrir. 
Martín tragó saliva cuando colocó la tabla de cocina, una blanca donde él solía cortar la carne para las comidas, bajo sus maltrechos testículos. Acto seguido tomó una cuchilla y un martillo, dejando este ultimo sobre la cama, junto a sus piernas. 
—Es por si decides desmayarte de nuevo. 
El desconocido de la voz aguardentosa desapareció de nuevo de la habitación, entrando a los pocos minutos con una de las bolsas de hielo que Martín guardaba en su congelador. Imaginaba que ese hielo acabaría en el fondo de un vaso, enfriando una copa mientras veía su serie favorita.
Lloraba.
El desconocido de la voz aguardentosa dejó la bolsa sobre el vientre de su prisionero, sentándose pacientemente a su lado y comprobando el filo de la cuchilla. 
—El hielo anestesiará la zona. 
De nuevo esa macabra mueca en forma de risa que marcaba las arrugas grisáceas de su rostro y de su frente. Martín reparó, en medio de ese horrible dolor que sentía por todo el cuerpo, que el desconocido de la voz aguardentosa también sudaba, y era muy desagradable ver su frente perlada, sus arrugas con un fino hilo de sudor amarillento, sus labios humedecidos y su pelo grasiento. Sintió asco, repulsión.
Y de nuevo la cremallera del pantalón de chándal golpeaba la pata metálica de la cama, provocando ese irritante tic tac frenético. Era una cuenta atrás que marcaba el destino de Martín. 
Ninguno de los dos sabría decir cuánto tiempo transcurrió, pero el hielo ya había adormecido el vientre del prisionero hasta el punto en que más que frío, sentía quemazón. 
—No tengo muchos conocimientos de medicina— susurró, retirando la bolsa de hielo. —Siempre quise ser médico, pero no pude. Es mi vocación frustrada. 
Desplegó la cuchilla despacio. Martín sentía un fuerte vacío en su pecho a cada golpe que esta hacía al abrirse. Crack, crack, crack…. Y la hoja de aquella cuchilla gris se mostró del todo.
Martín sintió como el terror le invadía aún más, comenzó a moverse agitado, a tratar de luchar con todas sus fuerzas para liberarse mientras sus heridas continuaban sangrando. 
El desconocido de la voz aguardentosa hizo dos cortes paralelos en su pecho, de abajo a arriba, dejando unos cuatro centímetros de separación. Hizo otro corte más, uniendo arriba ambas líneas y metiendo la cuchilla entre la piel y la carne.
Dio un tirón, despellejando a Martín en esa zona. Sus ojos se abrieron como platos mientras retorcía la cabeza.
El desconocido de la voz aguardentosa repitió la operación, esta vez en el costado. Dio un fuerte tirón y la piel se despegó en una tira, dejando la carne viva al descubierto. Aquel hombre rompió a reír cuando escuchó un diente romperse. Martín había apretado tanto su mandíbula que se había roto un incisivo central.
No, aquello no podía estar pasando, aquella atrocidad no estaba sucediendo, ese hombre no se estaba ensañando de esa manera en su cuerpo. Pero a cada instante que pasaba, la muerte le parecía un final más dulce y apetecible. 
Y la cuchilla, súbitamente, hizo una L en su vientre, rasgando piel y carne. 
Martín gritó a través de la mordaza de paño blanco. Su garganta se afanaba por pedir ayuda, sus pupilas se dilataron al sentir el corte. Necesitaba aire, sentía que le faltaba.
Los dedos del desconocido de la voz aguardentosa separaban la raja. La carne protestaba y sangraba, él reía de manera hiriente y diabólica. La sangre brotaba mientras él hundía sus dedos, pinzando el intestino, apretándolo y soltándolo, cogiéndolo con fuerza y tirando de él hacia afuera.
Martín se convulsionaba, sentía como arrancaban sus entrañas, como el dolor era un atizador al rojo que le traspasaba. Sintió un mareo profundo, todo le daba vueltas, el dolor le consumía.
Y el desconocido de la voz aguardentosa seguía riendo mientras separaba de nuevo la carne y hundía sus dedos a la altura del hígado. Llegó incluso a tocarlo, a hundir su asquerosa uña en el órgano marrón ensangrentado, a hurgar con su dedo.
Martín creyó que moría en ese instante. Sintió tales nauseas que vomitó, pero la mordaza de paño blanco impidió que expulsara el vómito, por lo que se quedó en su garganta. El prisionero hacía verdaderos esfuerzos por no atragantarse, intentaba vomitar, dando una arcada tras otra. El aire le faltaba y tal era el esfuerzo que el vómito salió por su nariz, formando dos hilos amarillos que se descolgaban hasta la herida abierta de su vientre.
No podía respirar, y el desconocido de la voz aguardentosa seguía hurgando en sus tripas y en su hígado. La vida se le escapaba, se moría. Ya no convulsionaba tanto aunque sudaba mucho más que antes. Y lloraba, su ojo libre bajaba y subía muy deprisa y el que aún estaba cosido miraba a aquel demonio fijamente a los ojos, suplicando clemencia. Todo se volvía negro, su cabeza batía con mucha fuerza y su cuerpo se rendía. 
La oscuridad le envolvía. 
Y el desconocido de la voz aguardentosa reía a carcajadas, llenando su último aliento de vida con esa risa estridente, rasgada y repulsiva. 
Y todo se volvió negro. 
Pero aquel demonio tenía una última sorpresa guardada. Tomó el martillo que tenía junto a él y lo alzó, bajándolo con fuerza y golpeando con saña sus testículos. Al estar la tabla de cocina bajo estos no hubo piedad, y Martín abrió los ojos súbitamente sintiendo como un dolor aún más atroz que todos los que había experimentado le empalaba desde sus testículos hasta la cabeza.
Dolor, rabia, ira, ahogamiento. 
Su cuerpo temblaba, se convulsionaba rápidamente. Era como si hubiese recibido una descarga eléctrica terrible y no pudiera parar de temblar.

Y en ese momento, despertó. Se incorporó en mitad de la noche, gritando, completamente empapado en sudor. Su respiración era agitada y su cuerpo temblaba, pero logró tragar una fuerte bocanada de aire. Aún sentía como si llevara esa maldita mordaza puesta, pero no había nada.
Miró a ambos lados, pero solo atinó a ver la silueta de sus muebles debido a la tenue luz que entraba por las rendijas de la persiana, casi bajada. Sintió de repente unas nauseas horribles y se echó a un lado, vomitando de golpe sobre la alfombrilla granate de su cuarto.
Tardó más de diez minutos en asimilar que todo había sido una horrible pesadilla, que nadie había allí y que su cuerpo estaba intacto a pesar de que le dolía horrores cada lugar que el desconocido de la voz aguardentosa torturó en sus sueños.
Esa noche, y todas las noches durante un mes más, Martín recorría su piso armado con un cuchillo cada vez que llegaba a casa. Además de eso se fijaba en cada rostro, en cada voz, en cada persona. Y en todas creía ver al desconocido de la voz aguardentosa mirándole y riéndose.
Aquello se había convertido en una obsesión casi enfermiza. Tanto que había colgado algunos cuadros en el pasillo blanco impoluto de su edificio y había puesto también alguna solitaria planta. Además de eso varió su rutina y casi nunca volvía a casa por el mismo recorrido. El desconocido de la voz aguardentosa seguía acompañándole a todos lados en sus pensamientos.

Cierto día, Martín abrió la cerradura de la entrada de su piso con cautela, asegurándose de que nadie le seguía. Entró en el pasillo y observó al final como un tipo entraba en el ascensor. Llevaba uniforme de trabajo a juego con su gorra  y una caja de herramientas, en su espalda se podían leer las iniciales del servicio técnico de la TV por cable. El presidente de la comunidad a les había avisado de que repararían la antena. 
— ¡Espere, subo! 
Martín aceleró el paso, entrando en el ascensor mientras el operario, agachado, buscaba algo en su caja de herramientas. 
—No me gusta subir solo en los ascensores, sé que es un miedo absurdo. 
—No se preocupe. ¿A qué piso va? 
Y allí estaba. Él desconocido de la voz aguardentosa hizo temblar a Martín de miedo con su voz rota y su mueca siniestra emulando una sonrisa mientras sujetaba entre sus manos una llave inglesa y se cerraban las puertas del ascensor.

Macabra broma del destino.


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